Para
Argen, porque es una vilmares de la cabeza a los pies. Tú siempre
consigues ponerme los pelos de punta con tus vídeos, espero que esto
te llegue la mitad de lo que me hacen sentir tus creaciones a mí,
porque con eso me sería suficiente.
N/A: Este fic está situado justo al final de la primera temporada.
En
mis veinticinco años de vida he tenido muchos momentos de calma para
poder meditar, para cavilar en silencio e incluso meterme en la piel
de un filósofo por unos minutos, y siempre he llegado a la misma
conclusión: el ser humano es extraño. Nos pasamos la vida entera
buscando la gran felicidad, el camino más adecuado para llegar a ese
objetivo que tan atractivo se muestra pero que muchas veces nos
parece más lejano que cualquier otro. Perdemos el tiempo pensando en
cómo llegar a ella, en descubrir qué nos hace felices de verdad,
pero no nos detenemos a vivirla a cada momento. La felicidad no es
algo que se busca. La felicidad te encuentra en el camino, te saluda
desde las pequeñas cosas que apartas de tu atención sin darte
cuenta mientras crees buscarla: una canción, una palabra, la mirada
de un niño... o una sonrisa. Su sonrisa.
He
pasado toda mi vida intentando decidir cuál era el camino correcto
que debía seguir y qué es lo que los demás esperaban de mí, qué
era lo que se suponía que debía hacer para lograr la felicidad
verdadera. Le he preguntado a mi alma qué era lo que más le llenaba
sin obtener respuesta, porque un alma no responde a las preguntas que
le hace su dueño. Un alma responde a esas pequeñas cosas que te dan
la felicidad día a día. A lo largo de mi vida he ido sintiendo esas
respuestas que me iba dando mi alma: las cosquillas que te hace tu
madre todas las mañanas para despertarte cuando eres un niño; los
deseos que pides al soplar las velas el día que cumples diez años y
te sientes como la persona más mayor del mundo; el día que tu padre
consigue enseñarte a montar en bicicleta sin los ruedines; el
nacimiento de todos tus sobrinos, hasta las collejas que te pega tu
abuela Juana. La sensación de que estás ayudando a alguien, de que
estás eligiendo el camino correcto, la certeza de creer en algo con
todas tus fuerzas y estar seguro de ello. Todos esos detalles
hicieron que mi alma se agitase de felicidad y que creyese que, por
fin, estaba lleno. Pero no era así, no lo estaba. Lo comprendí
cuando mi alma se agitó con mucha más fuerza, como si quisiera
salir por mi boca y aferrarse más a mis entrañas al mismo tiempo.
Lo comprendí cuando vi su sonrisa.
La
primera vez que la había visto estaba bastante seria. Mechones de
pelo dorados caían sobre sus hombros mientras arrastraba una maleta
vestida de negro y su cara de pocos amigos no invitaba a que le
prestasen ayuda, aunque a pesar de eso lo intenté. Vilma no poseía
lo que se considera una gran belleza. Era guapa, sí, pero no
destacaba por encima de todas las demás. Sus ojos marrones y su cara
ovalada podrían pasar desapercibidos al lado de otras chicas del
barco sin problemas... hasta que sonreía. Cuando lo hacía algo
cambiaba, como si las proporciones existentes entre los rasgos de su
cara hubiesen variado lo suficiente para atrapar la mirada de
cualquiera que osase echar un vistazo en su dirección, y si la curva
de sus labios estaba acompañada por el cascabel de su risa el efecto
era casi mágico. En ese momento yo no podía apartar mi mirada de su
rostro. Era lo más bello que un hombre podría contemplar.
Puede
sonar extraño, pero la sonrisa de ella lograba iluminar una estancia
entera, de veras. Era como si la luz del sol no quisiese perderse la
forma en que sus labios se curvaban y acudiera a la llamada a toda
prisa, aunque tal vez fuesen sólo imaginaciones mías. Lo que sí
que puedo asegurar es que la calidez que sentía mi corazón cuando
ella sonreía era real. Esa misma calidez es la que estaba sintiendo
en este momento cuando entré en la pequeña capilla que había
construido semanas atrás con mis propias manos y la vi sentada en
una de las cajas de madera que hacían la función de un banco
improvisado. Ella se giró, y cómo no, me sonrió. Volvió la cabeza
hacia el frente, dándome la espalda de nuevo mientras su melena se
agitaba levemente, y no pude hacer otra cosa que quedarme en la
puerta dudando si entrar o no. Parecía que ella estaba profundamente
inmersa en sus pensamientos y no quería turbar aquel momento de
meditación del que podía disfrutar, pero el hecho de que
simplemente me había sonreído, sin decir nada, me dio la impresión
de que en realidad mi presencia no suponía una molestia para ella,
así que entré. Avancé entre las filas de bancos hasta llegar a su
altura y me senté junto a ella, dejando unos centímetros de
separación entre nuestros cuerpos.
Cuando
miré de reojo hacia su cara pude ver que tenía los ojos cerrados.
Sus manos estaban apoyadas sobre sus rodillas, que quedaban desnudas
porque el pantalón corto del uniforme que llevaba puesto no llegaba
a cubrirlas. A pesar de que esos días hacía bastante calor en el
barco ella no se había recogido el pelo como hacía habitualmente,
sino que le caía por los hombros despeinadamente. Casi parecía que
lo había hecho en un acto de rebeldía. Toda ella desprendía un
halo de paz que hacía mucho tiempo que no percibía en nadie, y eso
me sorprendió sobremanera. Centré mis ojos en la cruz que había
colgada enfrente de mí antes de cerrarlos, cavilando sobre qué
estaría pasando por la mente de la chica en esos momentos.
Hacía
días que la había besado en un rápido impulso que no había visto
llegar. Esa vez, la orden que hizo que tras abrazarla no me alejase
de ella sino que acabase con toda la distancia que nos separaba no
partió de mi cerebro, esa orden provenía de otro lugar y me daba
miedo pensar de dónde. Siempre existía la posibilidad de que, al
final, esa orden hubiese partido de mi corazón. Recordé las
palabras que habían salido de su boca cuando le expuse mis dudas,
unas palabras que suponían una coartada perfecta para mi
comportamiento, que le concedían a mi atormentada mente una vía de
escape para huir de los pensamientos que no debería haber tenido
desde el momento en que decidí adoptar la condición de sacerdote.
Esa explicación era la solución a mis problemas, pero sabía muy
bien que no era verdad. No podía mentirme a mí mismo: para mí,
aquello no había sido un beso tonto e inocente. Aquel beso había
agitado mi alma igual que cada vez que veía su sonrisa, y ese
momento, esos segundos que nuestros labios estuvieron en contacto era
uno de los pocos de toda mi vida en que podía asegurar que había
sentido la felicidad corriendo por mis venas.
Mi
mente seguía viajando por estos pensamientos cuando algo hizo que
mis párpados volviesen a elevarse, aunque seguí sin fijar la mirada
en su rostro. Tuve que contenerme para no hacerlo. La mano de Vilma
había abandonado su propia rodilla para posarse suavemente sobre la
mía sin decir una sola palabra, sin emitir ningún sonido. Por fin
levanté mi mirada para observarla, pero su rostro no reflejaba
ninguna emoción distinta a lo que reflejaba minutos antes, todavía
con los ojos cerrados. Entonces, en un acto de valentía coloqué mi
mano sobre la suya. Bueno, mirándolo ahora desde la distancia puedo
ver que no fue el atrevimiento del siglo, pero en aquel momento lo
sentí así. Me costó horrores decidirme a hacerlo. Así que posé
mi mano sobre la de ella y la apreté de forma suave, ejerciendo una
ligera presión mientras la acariciaba en círculos. Era un contacto
leve, bastante inocente; no sabría decir por qué pero el hecho de
tener su mano en mi rodilla mientras yo la acariciaba me estaba
nublando la mente. Ella debió leerme la mente o notar el estado en
que me encontraba, o tal vez fue simple casualidad que ocurriese en
aquel momento, pero rompió a reír. Rompió a reír como hacía
siempre pero a la vez de forma distinta, y juro por Dios que en mis
veinticinco años de vida no he escuchado nada mejor que su risa en
aquel momento, y yo no suelo jurar por Dios a menudo.
Al
final yo terminé acompañándola en una sonora carcajada conjunta
que fue aumentando de volumen al paso de los segundos, sin soltar su
mano en ningún momento. Ella tampoco la retiró. Seguimos riendo sin
saber con certeza qué alimentaba nuestras carcajadas hasta que nos
empezó a doler el estómago, y poco a poco nuestras respiraciones
fueron volviendo a un ritmo normal hasta que el silencio fue rasgado
de nuevo, esta vez por su voz.
—Los
besos tontos e inocentes ocurren muy a menudo. Más de lo que crees.
La
miré durante una milésima de segundo, intentando averiguar por qué
había pronunciado esa frase justo en ese momento. ¿Por qué volver
a sacar ese tema? Desde aquella conversación en la que ella
descubrió que yo le estaba dejando las pajaritas entre sus cosas
nunca habíamos vuelto a hablar del asunto, parecía incluso que se
había convertido en un tema tabú. Y ahora, de repente, sin que yo
lo esperase, ella hacía referencia a aquellas palabras que había
intentado asimilar sin éxito. Maldición. Estaba perdido, condenado
al fracaso en todos mis intentos de permanecer alejado de ella. Era
como si una fuerza invisible me mantuviese obcecado en pensar en
ella, en acelerar los latidos de mi corazón cuando nos cruzábamos
por un pasillo, en cuestionarme cosas que nunca me había
cuestionado.
Esa
fuerza invisible jugaba conmigo, pero ella no se quedaba atrás. En
ese momento, con todos esos pensamientos en mi cabeza, hizo algo que
definitivamente no me esperaba: apartó la mano que tenía en mi
rodilla -lo cual lamenté internamente, para qué negarlo- y colocó
las dos detrás de mi cuello, atrayéndome hacia ella y presionando
sus labios contra los míos.
Me
besaba. Vilma me estaba besando, había sido ella la que había
acercado mi cara a la suya y había eliminado la distancia que nos
separaba para unir su boca con la mía. Y a pesar de mi perplejidad,
de plantearme si aquello estaba ocurriendo de verdad, si aquello
debía
estar ocurriendo, la respuesta fue instantánea. Debía serlo. Porque
estaba enamorado de ella, en ese momento lo supe con certeza, como si
fuese lo único de lo que había estado seguro en toda mi vida.
Estaba enamorado de su risa, de los mechones de pelo que se escapaban
cuando se hacía una coleta, de la forma en que solía llevar la
corbata del uniforme ligeramente desanudada, de sus comentarios
bordes e irónicos. Estaba enamorado de la forma en que miraba la
pantalla del ecógrafo, de las veces que sin darse cuenta se mostraba
vulnerable y me permitía ver más allá del muro que había creado a
su alrededor.
Moví
mis labios al compás de los suyos, suavemente, actuando casi por
instinto. Era apenas un roce, el aleteo de una mariposa sobre mi
boca, pero con ello bastó para que un cosquilleo comenzase a
extenderse por mi cuerpo a través de mis venas. Era como si, de
repente, fuese consciente de cada una de las sensaciones que
traspasaban mi cuerpo, de cada uno de mis músculos, de todos mis
poros. La mano de ella cayó desde mi nuca hasta mi espalda y se
aferró a mi camiseta a la vez que el movimiento de sus labios se
volvía cada vez más y más desesperado, más rápido, más fiero, y
ya no pude pensar más. Mi lengua escapó de mi boca y se deslizó
por su labio inferior, lamiendo suavemente, pidiendo permiso para
entrar. Vilma entreabrió los labios en respuesta a mi súplica
silenciosa y por fin nuestras lenguas se encontraron. Los cosquilleos
que había sentido antes se convirtieron en descargas eléctricas,
como si un rayo me hubiese traspasado de la cabeza a los pies.
Nuestras lenguas se enzarzaron la una con la otra, jugando,
conociéndose, y decidí que ese acto tan íntimo se acababa de
convertir en mi sensación favorita.
Con
una mano la levanté un poco para colocarla encima de mí, pero no me
hizo falta mucho esfuerzo porque ella puso de su parte enseguida.
Allí estaba yo, el último cura del mundo, sentado en uno de los
bancos de mi capilla improvisada besando a una mujer que estaba
sentada sobre mí, con las manos perdidas bajo la tela de su camiseta
y el corazón a punto de salirme por la boca. Y tan pronto como había
empezado, acabó. Nuestros labios se separaron despacio, con los
pulmones agitados pujando por un poco de aire, y con los ojos fijos
en los del otro. Vilma sonrió, con una sonrisa que le llegó a los
ojos, y se acercó hasta quedar a milímetros de mi oído para
susurrarme algo que hizo que me estremeciese de arriba a abajo.
—Para
que veas que no todos los besos son tontos e inocentes.
Me
dio un pequeño mordisco en la oreja y se levantó, todavía con una
sonrisa, y después de colocarse la ropa y la corbata, dejándola un
poco desanudada como a mí me gustaba, salió de la estancia. Y allí
me quedé yo, sin poder moverme, sabiéndome enamorado y planteándome
si lo más maravilloso que había sentido en la vida había ocurrido
de verdad o sólo había sido producto de un sueño.
Cuatro
días. Cuatro días habían pasado desde aquel beso en la capilla,
desde aquel momento en el que no pude negarme más lo que sentía por
ella. Estaba enamorado de Vilma. Siempre pensé que si alguna vez me
enamoraba, si ese sentimiento conseguía penetrar en el corazón de
un sacerdote como yo, lo primero que sentiría sería vértigo. El
amor te eleva y te hace levitar como una pluma balanceada por el
viento, te coloca a un nivel en el que tienes que mirar al vacío y
tomar la decisión de lanzarte, de luchar por ello. Pero yo no sentía
vértigo. Era como si admitir por fin que estaba enamorado de esa
mujer me hubiese liberado después de demasiado tiempo reprimiendo un
sentimiento que no podría ser negado. Me sentía bien. Así, sin
más, bien. Y eso era algo mucho mejor de lo que habría podido
esperar.
Un
suspiro se escapó de mi boca mientras deslizaba la fregona por el
suelo de la sala de máquinas. Llevaba cuatro días perdido en el
recuerdo de sus palabras, de su piel ardiendo bajo las yemas de mis
dedos, de su lengua compartiendo un contacto tan íntimo con la mía.
Llevaba cuatro días sin hablar de ello con nadie. Vilma actuaba como
si aquello nunca hubiese ocurrido, no decía una palabra al respecto
y compartía conmigo las mismas miradas y sonrisas que había
compartido siempre. Me estaba volviendo loco. No podía evitar que mi
mente se inundase con imágenes de ella, de todo lo que había
ocurrido, de todo lo que todavía
no había ocurrido. Era algo que nunca me había sucedido, al menos
no de esa forma, y cada vez que mi mente pasaba los límites
establecidos el arrepentimiento me inundaba. Cuando terminé de
fregar el suelo escurrí la fregona y me agaché para coger el cubo
de agua y llevarlo al armario, pero algo me distrajo: una suave
melodía se colaba por el hueco de la puerta. No logré identificar
lo que era, apenas un murmullo sin ritmo alguno, de modo que abandoné
el cubo en el suelo y salí sigilosamente al pasillo para averiguar
de dónde provenía aquel sonido. Despacio, con pasos silenciosos,
fui acercándome hasta caer en la cuenta de que se trataba de una
voz, de un suave canturreo. Antes de doblar la esquina supe lo que me
iba a encontrar.
Al
asomarme la vi, al final del pasillo. Era extraño, pero siempre
había pensado que la vida sería como en las películas, cuando la
chica se viste de princesa, se arregla para su chico y el Richard
Gere de turno la ve más bella que nunca. Con Vilma no era así.
Desde mi posición podía contemplarla sin prisas, regalándome la
oportunidad de grabar en mi memoria cada curva, cada gesto, cada
matiz, sin que ella se hubiese percatado de mi presencia. Llevaba los
pantalones cortos del Estrella más flojos de lo normal porque no
había abrochado el botón; su figura empezaba a delatar poco a poco
el bebé que crecía dentro de ella. Tenía el pelo recogido en un
moño desordenado, y al fijar la vista con mayor atención en aquel
punto pude darme cuenta de que lo llevaba sujeto con un lapicero.
Sonreí sin pensarlo, de forma automática. Vilma estaba limpiando el
cristal de la enfermería por fuera frotando con un paño que de vez
en cuando mojaba en el cubo que había junto a ella. Y así, con la
ropa de todos los días, un lápiz sujetándole el pelo y la melodía
que salía de sus labios estaba más bonita que nunca. Sin vestidos
de princesa, sin maquillaje. Sólo Vilma.
El
recuerdo de los labios de Vilma contra los míos volvió a azotarme
de golpe y no pude evitar llevar la mano a mis labios, pero estaba
pegado a la pared, y la magia de aquel momento pareció romperse
cuando mi codo golpeó una de las tuberías y Vilma se giró de
golpe. Digo que pareció romperse porque se quedó en eso, en un
pareció.
Al verme allí los labios de ella se curvaron en una sonrisa, en la
sonrisa, y en ese instante me juré que dedicaría cada segundo de mi
vida a hacerla feliz con tal de ver esa sonrisa todos los días.
Pasase lo que pasase, pasase quien pasase. Ninguno de los dos dijo
nada, durante un par de minutos sólo se escuchó el sonido del paño
al caer en el agua del cubo y nuestras propias respiraciones. Nos
mirábamos, simplemente nos mirábamos como si fuese la primera vez
que nos veíamos. Y entonces, de repente, los dos nos movimos. Un
paso hacia adelante. Y otro. Y otro más. Vilma y yo nos acercábamos
lentamente en ese pasillo en el que nos habíamos encontrado sin
buscarlo, por casualidad. Los metros que nos separaban se
convirtieron en centímetros. Los dos frenamos cuando estábamos uno
frente al otro, con esa sonrisa plantada en la cara y los ojos fijos
en los del otro. No habíamos dejado de mirarnos en ningún momento.
Un mechón se había escapado del moño que llevaba y sin pensarlo
llevé mi mano hacia él para colocarlo tras su oreja, pero mi mano
no volvió a bajar, quedó pegada a su mejilla. Y ocurrió lo que
llevaba esperando que ocurriese cuatro días, aunque no lo quisiese
reconocer.
Mis
labios impactaron con los de Vilma con fuerza, sedientos de ella,
casi saciando una adicción. Si el beso que habíamos compartido
cuatro días atrás había empezado de forma suave, el que estábamos
compartiendo ahora era totalmente apasionado. Moví la mano que tenía
en su mejilla hacia su nuca para pegarla más a mí, pero no pareció
suficiente porque dio unos pasos hacia atrás tirando de mí hasta
apoyar su espalda contra la pared. Nunca había sido consciente de la
diferencia de alturas entre nosotros hasta ese momento, en el que
Vilma se encontraba de puntillas y yo la ayudaba sujetándola con mis
manos para que pudiese llegar a mi boca, pero no lo lamenté. Es más,
llegué a celebrarlo interiormente cuando ella no pudo aguantar más
así y decidió dejar mis labios para atacar mi cuello. Bendita
decisión. Cuando escogí el camino que me llevaría al sacerdocio lo
hice en parte porque pensaba que no me estaba perdiendo nada. Ahora,
con la mente nublada por el deseo, sólo podía preguntarme cómo
había podido vivir hasta entonces sin los labios de Vilma sobre mi
cuello.
Sólo
existíamos ella y yo, nuestras bocas, nuestras manos, nuestras
respiraciones entrecortadas... Pero un sonido proveniente de la
planta de arriba nos sacó de nuestra burbuja particular, y fui
consciente de dónde estábamos y de que podría vernos cualquiera.
Vilma volvió a ponerse de puntillas para llegar hasta mi oído.
—Vamos
a la enfermería.
Con
una sonrisa pícara bailándole en los labios tiró de mi camiseta,
sin separarse apenas de mí, hasta llegar a la enfermería. Vilma
cerró la puerta a sus espaldas, todavía sonriendo contra mis
labios. Sin soltarnos, sin perder el contacto entre nuestras bocas,
fuimos avanzando lentamente hacia la mesa en la que solía trabajar
Julia, y en un impulso hice algo que había visto en las películas y
siempre quise hacer: despejé la mesa con un manotazo. Con el otro
brazo alcé a Vilma, sin separar mi boca de su piel, y la apoyé en
la mesa. Ella no pudo evitar reírse.
—Con
lo inocente que parecías... y mírate —susurró contra mi oído.
Y
en ese momento supe que no podría parar, iba a hacer el amor con esa
mujer en aquella mesa, y nunca había deseado algo con tanta fuerza.
—Para
que veas que yo también sé hacer cosas que no son ni tontas, ni
inocentes...
Lo
dije despacio, paladeando cada palabra, provocando que Vilma
enroscase las piernas en torno a mi cintura y me mordiese el cuello
con fuerza. Así debía sentirse uno estando en el cielo. Nunca había
tocado a una mujer de esa forma, nunca había estado con una mujer de
esa forma, así que me dejé llevar. Mis inexpertas manos no se
movían por donde mi razón me decía que debían moverse, sino por
donde el deseo y el amor que se arremolinaban en mi corazón querían
que se moviesen. Y a Vilma parecía gustarle. Mi mano derecha se coló
por debajo de la camiseta de ella y ascendió por su vientre hasta
detenerse sobre uno de sus pechos, y lo presioné sobre la tela del
sujetador con firmeza, pero de forma delicada. Jamás un trozo de
tela tan pequeño me había parecido tan molesto como aquel, y por el
gemido que salió de su boca a ella tampoco. Dejé que mi mano se
moviese por aquella parte de su anatomía, jugando, descubriendo cada
curva, mientras Vilma seguía empeñada en volverme loco con su
lengua, que ahora estaba peligrosamente cerca de mi oreja.
—Quítate
la camiseta.
Su
voz sonó ronca, como nunca la había escuchado, y la obedecí de
inmediato. Me eché un poco hacia atrás para quitarme la prenda y
cuando lo hube hecho me detuve un segundo. Vilma me miró,
mordiéndose el labio, para después volver a atraerme hacia ella
tirando suavemente de la cadena que descansaba sobre mi pecho.
Volvimos a estar cuerpo contra cuerpo, boca contra boca, hasta que me
separé el tiempo necesario para sacar su camiseta por encima de su
cabeza y posé mis labios esta vez en su mandíbula, torturándola
poco a poco. Las manos de los dos se movían frustradas ante el
intento de estar en todas partes a la vez y no conseguirlo. No sé en
qué momento el sujetador de ella cayó al suelo, pero empecé a
deslizar mis labios en sentido descendente por su cuello, notando su
sangre bombeando bajo mi roce, siendo consciente de lo rápido que
estaba latiendo su corazón. Y yo era el causante de ello. Seguí
bajando hasta detenerme en su pecho, esta vez sin la molesta tela
estableciendo límites, y dejé que mi boca y mis manos se afanasen
en esa zona tan sensible. Vilma se arqueó ante el contacto, y poco a
poco fue deslizando una mano dentro de mis pantalones, desabrochando
el molesto botón. La succión de mi boca aumentó inevitablemente
con su contacto, y con ello la presión que estaba ejerciendo su
mano, haciéndonos entrar en una burbuja de placer compartido. Y tras
unos segundos así, disfrutando el uno del otro, sentí la necesidad
de hacer algo. Abandoné el pecho de Vilma entre sus quejas
entrecortadas, mientras ella clavaba las uñas en mi espalda, y seguí
deslizándome hacia abajo hasta detenerme en su vientre. Apenas se
notaban los cambios en él, el reflejo de lo que ocurría bajo su
piel sólo era perceptible para algunos, y por supuesto yo me había
dado cuenta de ello. Quería hacerle ver a Vilma que no sólo me
importaba ella, que aquello para mí no era un simple juego, quería
que supiese que la quería y lo quería todo de ella, incluido el
bebé que crecía en su vientre. Por eso conseguí calmarme durante
un momento, dejar en un segundo plano todas las emociones que me
había hecho sentir en los últimos minutos y deposité un suave beso
en su vientre, ahí, donde sabía que estaba esa personita.
Vilma
pareció conmoverse ante mi gesto, dejando de lado las quejas que
había emitido segundos antes, y poniendo un dedo bajo mi barbilla me
hizo levantarme hasta que nuestros labios volvieron a fundirse. Era
un beso apasionado, desesperado, pero que dejaba fluir todos los
sentimientos que queríamos compartir. Muy a nuestro pesar tuvimos
que separarnos un segundo para respirar, jadeando, haciendo que
nuestros alientos se mezclasen para luego volver a besarnos de la
misma forma. No iba a poder parar aquello, no quería pararlo. Todo
se volvió mucho más desenfrenado, mucho más rápido, y pronto el
pantalón de Vilma y el mío se encontraban en el suelo. Separados
únicamente por la ropa interior, nuestras pelvis chocaron y se
movieron anticipando lo que pasaría después, pidiendo a gritos que
llegase ese momento. Llevé mis manos a la parte trasera de las
rodillas de Vilma, y fui subiendo por sus muslos ejerciendo una leve
presión sobre ellos hasta llegar al borde de sus bragas, bajándolas
con la ayuda de ella, que se movió hacia arriba para poder
sacárselas. Y allí estaba, Vilma Llorente, la mujer que había
entrado en mi vida como un terremoto, el amor hecho persona...
desnuda entre mis brazos. Al fin. Ella hizo lo propio con mis
calzoncillos, enviándolos a donde quisiera que estaba el resto de
prendas, y entonces los dos nos detuvimos un segundo a mirarnos a los
ojos.
¿Alguna
vez habéis dudado de lo que puede llegar a transmitir una mirada?
Porque si hubieseis cruzado con Vilma la mirada que estaba cruzando
yo en aquel momento no volveríais a dudar. Mis ojos siempre habían
estado pendientes de ella, cada vez que entraba a una habitación de
ese barco automáticamente la rastreaban en su busca, en el comedor,
en el aula, en los camarotes. La miraba, me gustaba mirarla sin que
ella me viese, me gustaba imaginar en silencio que ella también me
miraba cuando yo no la veía. Pero en ese instante, más cerca que
nunca, con sus ojos clavándose en los míos, la intensidad de la
mirada que estábamos compartiendo desbordó mi corazón. Por fin,
ella entreabrió los labios para decir algo.
—¿Tú
estás seguro de que quieres que esto sea así, aquí, ahora, con...?
No
pudo seguir hablando porque la callé con un beso, queriéndola más
que nunca, como si eso fuese posible. Porque ella sabía que iba a
ser mi primera vez, y a mí no se me ocurría un momento ni una
persona mejor para hacerlo. Poco a poco fui entrando en ella,
probando, hasta que estuve por completo en su interior; éramos uno.
Ella volvió a clavar las uñas en mi espalda y comencé a moverme
despacio, aumentando la velocidad poco a poco, disfrutando de un
encuentro que quedaría grabado a fuego en mi memoria, no lo dudaba.
Las suaves sacudidas fueron convirtiéndose en embestidas más
desenfrenadas, hasta que nuestros cuerpos se movieron al mismo
compás. Vilma separó sus labios de los míos, susurrando un
“Andrés” entrecortado mientras su interior se contraía, y
sentir aquello mientras la escuchaba llamarme así por primera vez me
provocó una oleada de placer inmensa.
Nos
quedamos así un momento, callados, con los ojos cerrados, intentando
recuperar el aliento pero sin separarnos ni un centímetro. Salí de
ella sin querer dar por acabado el momento, estremeciéndome ante la
idea que bailaba en mi mente. Llevaba cuatro días soñando con esto
y sintiendo un gran arrepentimiento después, pero ahora no podía
estar más lejos de ese sentimiento; lo que habíamos compartido no
podía
estar mal. Sin abrir todavía los ojos, llevé mis manos a donde
sabía que estaba su cara, y deposité un leve beso en su frente
perlada por el sudor.
Con
ese roce todo se precipitó. Ella me sonrió con fuerza, sin decir
nada, y se agachó para coger la ropa que estaba en el suelo. Se
vistió despacio, todavía callada, y se demoró en coger mi ropa y
colocarla encima de la mesa ante mi atónita mirada, y cuando hubo
terminado volvió a encaramarse para acercarse a mi oído, como había
hecho tantas veces aquella tarde.
—He
guardado toda tu inocencia en tu bolsillo.
Y
se fue. Salió de la enfermería guiñándome un ojo y se fue, sin
decir nada más, con esa sonrisa que se había convertido en la
sonrisa y dejándome más atónito que antes. ¿Qué había querido
decir con aquella frase?
Continuará...