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  1. Tonto e inocente

    domingo, 4 de diciembre de 2011



    Para Argen, porque es una vilmares de la cabeza a los pies. Tú siempre consigues ponerme los pelos de punta con tus vídeos, espero que esto te llegue la mitad de lo que me hacen sentir tus creaciones a mí, porque con eso me sería suficiente.

    N/A: Este fic está situado justo al final de la primera temporada.


    En mis veinticinco años de vida he tenido muchos momentos de calma para poder meditar, para cavilar en silencio e incluso meterme en la piel de un filósofo por unos minutos, y siempre he llegado a la misma conclusión: el ser humano es extraño. Nos pasamos la vida entera buscando la gran felicidad, el camino más adecuado para llegar a ese objetivo que tan atractivo se muestra pero que muchas veces nos parece más lejano que cualquier otro. Perdemos el tiempo pensando en cómo llegar a ella, en descubrir qué nos hace felices de verdad, pero no nos detenemos a vivirla a cada momento. La felicidad no es algo que se busca. La felicidad te encuentra en el camino, te saluda desde las pequeñas cosas que apartas de tu atención sin darte cuenta mientras crees buscarla: una canción, una palabra, la mirada de un niño... o una sonrisa. Su sonrisa.
    He pasado toda mi vida intentando decidir cuál era el camino correcto que debía seguir y qué es lo que los demás esperaban de mí, qué era lo que se suponía que debía hacer para lograr la felicidad verdadera. Le he preguntado a mi alma qué era lo que más le llenaba sin obtener respuesta, porque un alma no responde a las preguntas que le hace su dueño. Un alma responde a esas pequeñas cosas que te dan la felicidad día a día. A lo largo de mi vida he ido sintiendo esas respuestas que me iba dando mi alma: las cosquillas que te hace tu madre todas las mañanas para despertarte cuando eres un niño; los deseos que pides al soplar las velas el día que cumples diez años y te sientes como la persona más mayor del mundo; el día que tu padre consigue enseñarte a montar en bicicleta sin los ruedines; el nacimiento de todos tus sobrinos, hasta las collejas que te pega tu abuela Juana. La sensación de que estás ayudando a alguien, de que estás eligiendo el camino correcto, la certeza de creer en algo con todas tus fuerzas y estar seguro de ello. Todos esos detalles hicieron que mi alma se agitase de felicidad y que creyese que, por fin, estaba lleno. Pero no era así, no lo estaba. Lo comprendí cuando mi alma se agitó con mucha más fuerza, como si quisiera salir por mi boca y aferrarse más a mis entrañas al mismo tiempo. Lo comprendí cuando vi su sonrisa.
    La primera vez que la había visto estaba bastante seria. Mechones de pelo dorados caían sobre sus hombros mientras arrastraba una maleta vestida de negro y su cara de pocos amigos no invitaba a que le prestasen ayuda, aunque a pesar de eso lo intenté. Vilma no poseía lo que se considera una gran belleza. Era guapa, sí, pero no destacaba por encima de todas las demás. Sus ojos marrones y su cara ovalada podrían pasar desapercibidos al lado de otras chicas del barco sin problemas... hasta que sonreía. Cuando lo hacía algo cambiaba, como si las proporciones existentes entre los rasgos de su cara hubiesen variado lo suficiente para atrapar la mirada de cualquiera que osase echar un vistazo en su dirección, y si la curva de sus labios estaba acompañada por el cascabel de su risa el efecto era casi mágico. En ese momento yo no podía apartar mi mirada de su rostro. Era lo más bello que un hombre podría contemplar.
    Puede sonar extraño, pero la sonrisa de ella lograba iluminar una estancia entera, de veras. Era como si la luz del sol no quisiese perderse la forma en que sus labios se curvaban y acudiera a la llamada a toda prisa, aunque tal vez fuesen sólo imaginaciones mías. Lo que sí que puedo asegurar es que la calidez que sentía mi corazón cuando ella sonreía era real. Esa misma calidez es la que estaba sintiendo en este momento cuando entré en la pequeña capilla que había construido semanas atrás con mis propias manos y la vi sentada en una de las cajas de madera que hacían la función de un banco improvisado. Ella se giró, y cómo no, me sonrió. Volvió la cabeza hacia el frente, dándome la espalda de nuevo mientras su melena se agitaba levemente, y no pude hacer otra cosa que quedarme en la puerta dudando si entrar o no. Parecía que ella estaba profundamente inmersa en sus pensamientos y no quería turbar aquel momento de meditación del que podía disfrutar, pero el hecho de que simplemente me había sonreído, sin decir nada, me dio la impresión de que en realidad mi presencia no suponía una molestia para ella, así que entré. Avancé entre las filas de bancos hasta llegar a su altura y me senté junto a ella, dejando unos centímetros de separación entre nuestros cuerpos.
    Cuando miré de reojo hacia su cara pude ver que tenía los ojos cerrados. Sus manos estaban apoyadas sobre sus rodillas, que quedaban desnudas porque el pantalón corto del uniforme que llevaba puesto no llegaba a cubrirlas. A pesar de que esos días hacía bastante calor en el barco ella no se había recogido el pelo como hacía habitualmente, sino que le caía por los hombros despeinadamente. Casi parecía que lo había hecho en un acto de rebeldía. Toda ella desprendía un halo de paz que hacía mucho tiempo que no percibía en nadie, y eso me sorprendió sobremanera. Centré mis ojos en la cruz que había colgada enfrente de mí antes de cerrarlos, cavilando sobre qué estaría pasando por la mente de la chica en esos momentos.
    Hacía días que la había besado en un rápido impulso que no había visto llegar. Esa vez, la orden que hizo que tras abrazarla no me alejase de ella sino que acabase con toda la distancia que nos separaba no partió de mi cerebro, esa orden provenía de otro lugar y me daba miedo pensar de dónde. Siempre existía la posibilidad de que, al final, esa orden hubiese partido de mi corazón. Recordé las palabras que habían salido de su boca cuando le expuse mis dudas, unas palabras que suponían una coartada perfecta para mi comportamiento, que le concedían a mi atormentada mente una vía de escape para huir de los pensamientos que no debería haber tenido desde el momento en que decidí adoptar la condición de sacerdote. Esa explicación era la solución a mis problemas, pero sabía muy bien que no era verdad. No podía mentirme a mí mismo: para mí, aquello no había sido un beso tonto e inocente. Aquel beso había agitado mi alma igual que cada vez que veía su sonrisa, y ese momento, esos segundos que nuestros labios estuvieron en contacto era uno de los pocos de toda mi vida en que podía asegurar que había sentido la felicidad corriendo por mis venas.
    Mi mente seguía viajando por estos pensamientos cuando algo hizo que mis párpados volviesen a elevarse, aunque seguí sin fijar la mirada en su rostro. Tuve que contenerme para no hacerlo. La mano de Vilma había abandonado su propia rodilla para posarse suavemente sobre la mía sin decir una sola palabra, sin emitir ningún sonido. Por fin levanté mi mirada para observarla, pero su rostro no reflejaba ninguna emoción distinta a lo que reflejaba minutos antes, todavía con los ojos cerrados. Entonces, en un acto de valentía coloqué mi mano sobre la suya. Bueno, mirándolo ahora desde la distancia puedo ver que no fue el atrevimiento del siglo, pero en aquel momento lo sentí así. Me costó horrores decidirme a hacerlo. Así que posé mi mano sobre la de ella y la apreté de forma suave, ejerciendo una ligera presión mientras la acariciaba en círculos. Era un contacto leve, bastante inocente; no sabría decir por qué pero el hecho de tener su mano en mi rodilla mientras yo la acariciaba me estaba nublando la mente. Ella debió leerme la mente o notar el estado en que me encontraba, o tal vez fue simple casualidad que ocurriese en aquel momento, pero rompió a reír. Rompió a reír como hacía siempre pero a la vez de forma distinta, y juro por Dios que en mis veinticinco años de vida no he escuchado nada mejor que su risa en aquel momento, y yo no suelo jurar por Dios a menudo.
    Al final yo terminé acompañándola en una sonora carcajada conjunta que fue aumentando de volumen al paso de los segundos, sin soltar su mano en ningún momento. Ella tampoco la retiró. Seguimos riendo sin saber con certeza qué alimentaba nuestras carcajadas hasta que nos empezó a doler el estómago, y poco a poco nuestras respiraciones fueron volviendo a un ritmo normal hasta que el silencio fue rasgado de nuevo, esta vez por su voz.
    Los besos tontos e inocentes ocurren muy a menudo. Más de lo que crees.
    La miré durante una milésima de segundo, intentando averiguar por qué había pronunciado esa frase justo en ese momento. ¿Por qué volver a sacar ese tema? Desde aquella conversación en la que ella descubrió que yo le estaba dejando las pajaritas entre sus cosas nunca habíamos vuelto a hablar del asunto, parecía incluso que se había convertido en un tema tabú. Y ahora, de repente, sin que yo lo esperase, ella hacía referencia a aquellas palabras que había intentado asimilar sin éxito. Maldición. Estaba perdido, condenado al fracaso en todos mis intentos de permanecer alejado de ella. Era como si una fuerza invisible me mantuviese obcecado en pensar en ella, en acelerar los latidos de mi corazón cuando nos cruzábamos por un pasillo, en cuestionarme cosas que nunca me había cuestionado.
    Esa fuerza invisible jugaba conmigo, pero ella no se quedaba atrás. En ese momento, con todos esos pensamientos en mi cabeza, hizo algo que definitivamente no me esperaba: apartó la mano que tenía en mi rodilla -lo cual lamenté internamente, para qué negarlo- y colocó las dos detrás de mi cuello, atrayéndome hacia ella y presionando sus labios contra los míos.
    Me besaba. Vilma me estaba besando, había sido ella la que había acercado mi cara a la suya y había eliminado la distancia que nos separaba para unir su boca con la mía. Y a pesar de mi perplejidad, de plantearme si aquello estaba ocurriendo de verdad, si aquello debía estar ocurriendo, la respuesta fue instantánea. Debía serlo. Porque estaba enamorado de ella, en ese momento lo supe con certeza, como si fuese lo único de lo que había estado seguro en toda mi vida. Estaba enamorado de su risa, de los mechones de pelo que se escapaban cuando se hacía una coleta, de la forma en que solía llevar la corbata del uniforme ligeramente desanudada, de sus comentarios bordes e irónicos. Estaba enamorado de la forma en que miraba la pantalla del ecógrafo, de las veces que sin darse cuenta se mostraba vulnerable y me permitía ver más allá del muro que había creado a su alrededor.
    Moví mis labios al compás de los suyos, suavemente, actuando casi por instinto. Era apenas un roce, el aleteo de una mariposa sobre mi boca, pero con ello bastó para que un cosquilleo comenzase a extenderse por mi cuerpo a través de mis venas. Era como si, de repente, fuese consciente de cada una de las sensaciones que traspasaban mi cuerpo, de cada uno de mis músculos, de todos mis poros. La mano de ella cayó desde mi nuca hasta mi espalda y se aferró a mi camiseta a la vez que el movimiento de sus labios se volvía cada vez más y más desesperado, más rápido, más fiero, y ya no pude pensar más. Mi lengua escapó de mi boca y se deslizó por su labio inferior, lamiendo suavemente, pidiendo permiso para entrar. Vilma entreabrió los labios en respuesta a mi súplica silenciosa y por fin nuestras lenguas se encontraron. Los cosquilleos que había sentido antes se convirtieron en descargas eléctricas, como si un rayo me hubiese traspasado de la cabeza a los pies. Nuestras lenguas se enzarzaron la una con la otra, jugando, conociéndose, y decidí que ese acto tan íntimo se acababa de convertir en mi sensación favorita.
    Con una mano la levanté un poco para colocarla encima de mí, pero no me hizo falta mucho esfuerzo porque ella puso de su parte enseguida. Allí estaba yo, el último cura del mundo, sentado en uno de los bancos de mi capilla improvisada besando a una mujer que estaba sentada sobre mí, con las manos perdidas bajo la tela de su camiseta y el corazón a punto de salirme por la boca. Y tan pronto como había empezado, acabó. Nuestros labios se separaron despacio, con los pulmones agitados pujando por un poco de aire, y con los ojos fijos en los del otro. Vilma sonrió, con una sonrisa que le llegó a los ojos, y se acercó hasta quedar a milímetros de mi oído para susurrarme algo que hizo que me estremeciese de arriba a abajo.
    Para que veas que no todos los besos son tontos e inocentes.
    Me dio un pequeño mordisco en la oreja y se levantó, todavía con una sonrisa, y después de colocarse la ropa y la corbata, dejándola un poco desanudada como a mí me gustaba, salió de la estancia. Y allí me quedé yo, sin poder moverme, sabiéndome enamorado y planteándome si lo más maravilloso que había sentido en la vida había ocurrido de verdad o sólo había sido producto de un sueño.


    Cuatro días. Cuatro días habían pasado desde aquel beso en la capilla, desde aquel momento en el que no pude negarme más lo que sentía por ella. Estaba enamorado de Vilma. Siempre pensé que si alguna vez me enamoraba, si ese sentimiento conseguía penetrar en el corazón de un sacerdote como yo, lo primero que sentiría sería vértigo. El amor te eleva y te hace levitar como una pluma balanceada por el viento, te coloca a un nivel en el que tienes que mirar al vacío y tomar la decisión de lanzarte, de luchar por ello. Pero yo no sentía vértigo. Era como si admitir por fin que estaba enamorado de esa mujer me hubiese liberado después de demasiado tiempo reprimiendo un sentimiento que no podría ser negado. Me sentía bien. Así, sin más, bien. Y eso era algo mucho mejor de lo que habría podido esperar.
    Un suspiro se escapó de mi boca mientras deslizaba la fregona por el suelo de la sala de máquinas. Llevaba cuatro días perdido en el recuerdo de sus palabras, de su piel ardiendo bajo las yemas de mis dedos, de su lengua compartiendo un contacto tan íntimo con la mía. Llevaba cuatro días sin hablar de ello con nadie. Vilma actuaba como si aquello nunca hubiese ocurrido, no decía una palabra al respecto y compartía conmigo las mismas miradas y sonrisas que había compartido siempre. Me estaba volviendo loco. No podía evitar que mi mente se inundase con imágenes de ella, de todo lo que había ocurrido, de todo lo que todavía no había ocurrido. Era algo que nunca me había sucedido, al menos no de esa forma, y cada vez que mi mente pasaba los límites establecidos el arrepentimiento me inundaba. Cuando terminé de fregar el suelo escurrí la fregona y me agaché para coger el cubo de agua y llevarlo al armario, pero algo me distrajo: una suave melodía se colaba por el hueco de la puerta. No logré identificar lo que era, apenas un murmullo sin ritmo alguno, de modo que abandoné el cubo en el suelo y salí sigilosamente al pasillo para averiguar de dónde provenía aquel sonido. Despacio, con pasos silenciosos, fui acercándome hasta caer en la cuenta de que se trataba de una voz, de un suave canturreo. Antes de doblar la esquina supe lo que me iba a encontrar.
    Al asomarme la vi, al final del pasillo. Era extraño, pero siempre había pensado que la vida sería como en las películas, cuando la chica se viste de princesa, se arregla para su chico y el Richard Gere de turno la ve más bella que nunca. Con Vilma no era así. Desde mi posición podía contemplarla sin prisas, regalándome la oportunidad de grabar en mi memoria cada curva, cada gesto, cada matiz, sin que ella se hubiese percatado de mi presencia. Llevaba los pantalones cortos del Estrella más flojos de lo normal porque no había abrochado el botón; su figura empezaba a delatar poco a poco el bebé que crecía dentro de ella. Tenía el pelo recogido en un moño desordenado, y al fijar la vista con mayor atención en aquel punto pude darme cuenta de que lo llevaba sujeto con un lapicero. Sonreí sin pensarlo, de forma automática. Vilma estaba limpiando el cristal de la enfermería por fuera frotando con un paño que de vez en cuando mojaba en el cubo que había junto a ella. Y así, con la ropa de todos los días, un lápiz sujetándole el pelo y la melodía que salía de sus labios estaba más bonita que nunca. Sin vestidos de princesa, sin maquillaje. Sólo Vilma.
    El recuerdo de los labios de Vilma contra los míos volvió a azotarme de golpe y no pude evitar llevar la mano a mis labios, pero estaba pegado a la pared, y la magia de aquel momento pareció romperse cuando mi codo golpeó una de las tuberías y Vilma se giró de golpe. Digo que pareció romperse porque se quedó en eso, en un pareció. Al verme allí los labios de ella se curvaron en una sonrisa, en la sonrisa, y en ese instante me juré que dedicaría cada segundo de mi vida a hacerla feliz con tal de ver esa sonrisa todos los días. Pasase lo que pasase, pasase quien pasase. Ninguno de los dos dijo nada, durante un par de minutos sólo se escuchó el sonido del paño al caer en el agua del cubo y nuestras propias respiraciones. Nos mirábamos, simplemente nos mirábamos como si fuese la primera vez que nos veíamos. Y entonces, de repente, los dos nos movimos. Un paso hacia adelante. Y otro. Y otro más. Vilma y yo nos acercábamos lentamente en ese pasillo en el que nos habíamos encontrado sin buscarlo, por casualidad. Los metros que nos separaban se convirtieron en centímetros. Los dos frenamos cuando estábamos uno frente al otro, con esa sonrisa plantada en la cara y los ojos fijos en los del otro. No habíamos dejado de mirarnos en ningún momento. Un mechón se había escapado del moño que llevaba y sin pensarlo llevé mi mano hacia él para colocarlo tras su oreja, pero mi mano no volvió a bajar, quedó pegada a su mejilla. Y ocurrió lo que llevaba esperando que ocurriese cuatro días, aunque no lo quisiese reconocer.
    Mis labios impactaron con los de Vilma con fuerza, sedientos de ella, casi saciando una adicción. Si el beso que habíamos compartido cuatro días atrás había empezado de forma suave, el que estábamos compartiendo ahora era totalmente apasionado. Moví la mano que tenía en su mejilla hacia su nuca para pegarla más a mí, pero no pareció suficiente porque dio unos pasos hacia atrás tirando de mí hasta apoyar su espalda contra la pared. Nunca había sido consciente de la diferencia de alturas entre nosotros hasta ese momento, en el que Vilma se encontraba de puntillas y yo la ayudaba sujetándola con mis manos para que pudiese llegar a mi boca, pero no lo lamenté. Es más, llegué a celebrarlo interiormente cuando ella no pudo aguantar más así y decidió dejar mis labios para atacar mi cuello. Bendita decisión. Cuando escogí el camino que me llevaría al sacerdocio lo hice en parte porque pensaba que no me estaba perdiendo nada. Ahora, con la mente nublada por el deseo, sólo podía preguntarme cómo había podido vivir hasta entonces sin los labios de Vilma sobre mi cuello.
    Sólo existíamos ella y yo, nuestras bocas, nuestras manos, nuestras respiraciones entrecortadas... Pero un sonido proveniente de la planta de arriba nos sacó de nuestra burbuja particular, y fui consciente de dónde estábamos y de que podría vernos cualquiera. Vilma volvió a ponerse de puntillas para llegar hasta mi oído.
    Vamos a la enfermería.
    Con una sonrisa pícara bailándole en los labios tiró de mi camiseta, sin separarse apenas de mí, hasta llegar a la enfermería. Vilma cerró la puerta a sus espaldas, todavía sonriendo contra mis labios. Sin soltarnos, sin perder el contacto entre nuestras bocas, fuimos avanzando lentamente hacia la mesa en la que solía trabajar Julia, y en un impulso hice algo que había visto en las películas y siempre quise hacer: despejé la mesa con un manotazo. Con el otro brazo alcé a Vilma, sin separar mi boca de su piel, y la apoyé en la mesa. Ella no pudo evitar reírse.
    Con lo inocente que parecías... y mírate —susurró contra mi oído.
    Y en ese momento supe que no podría parar, iba a hacer el amor con esa mujer en aquella mesa, y nunca había deseado algo con tanta fuerza.
    Para que veas que yo también sé hacer cosas que no son ni tontas, ni inocentes...
    Lo dije despacio, paladeando cada palabra, provocando que Vilma enroscase las piernas en torno a mi cintura y me mordiese el cuello con fuerza. Así debía sentirse uno estando en el cielo. Nunca había tocado a una mujer de esa forma, nunca había estado con una mujer de esa forma, así que me dejé llevar. Mis inexpertas manos no se movían por donde mi razón me decía que debían moverse, sino por donde el deseo y el amor que se arremolinaban en mi corazón querían que se moviesen. Y a Vilma parecía gustarle. Mi mano derecha se coló por debajo de la camiseta de ella y ascendió por su vientre hasta detenerse sobre uno de sus pechos, y lo presioné sobre la tela del sujetador con firmeza, pero de forma delicada. Jamás un trozo de tela tan pequeño me había parecido tan molesto como aquel, y por el gemido que salió de su boca a ella tampoco. Dejé que mi mano se moviese por aquella parte de su anatomía, jugando, descubriendo cada curva, mientras Vilma seguía empeñada en volverme loco con su lengua, que ahora estaba peligrosamente cerca de mi oreja.
    Quítate la camiseta.
    Su voz sonó ronca, como nunca la había escuchado, y la obedecí de inmediato. Me eché un poco hacia atrás para quitarme la prenda y cuando lo hube hecho me detuve un segundo. Vilma me miró, mordiéndose el labio, para después volver a atraerme hacia ella tirando suavemente de la cadena que descansaba sobre mi pecho. Volvimos a estar cuerpo contra cuerpo, boca contra boca, hasta que me separé el tiempo necesario para sacar su camiseta por encima de su cabeza y posé mis labios esta vez en su mandíbula, torturándola poco a poco. Las manos de los dos se movían frustradas ante el intento de estar en todas partes a la vez y no conseguirlo. No sé en qué momento el sujetador de ella cayó al suelo, pero empecé a deslizar mis labios en sentido descendente por su cuello, notando su sangre bombeando bajo mi roce, siendo consciente de lo rápido que estaba latiendo su corazón. Y yo era el causante de ello. Seguí bajando hasta detenerme en su pecho, esta vez sin la molesta tela estableciendo límites, y dejé que mi boca y mis manos se afanasen en esa zona tan sensible. Vilma se arqueó ante el contacto, y poco a poco fue deslizando una mano dentro de mis pantalones, desabrochando el molesto botón. La succión de mi boca aumentó inevitablemente con su contacto, y con ello la presión que estaba ejerciendo su mano, haciéndonos entrar en una burbuja de placer compartido. Y tras unos segundos así, disfrutando el uno del otro, sentí la necesidad de hacer algo. Abandoné el pecho de Vilma entre sus quejas entrecortadas, mientras ella clavaba las uñas en mi espalda, y seguí deslizándome hacia abajo hasta detenerme en su vientre. Apenas se notaban los cambios en él, el reflejo de lo que ocurría bajo su piel sólo era perceptible para algunos, y por supuesto yo me había dado cuenta de ello. Quería hacerle ver a Vilma que no sólo me importaba ella, que aquello para mí no era un simple juego, quería que supiese que la quería y lo quería todo de ella, incluido el bebé que crecía en su vientre. Por eso conseguí calmarme durante un momento, dejar en un segundo plano todas las emociones que me había hecho sentir en los últimos minutos y deposité un suave beso en su vientre, ahí, donde sabía que estaba esa personita.
    Vilma pareció conmoverse ante mi gesto, dejando de lado las quejas que había emitido segundos antes, y poniendo un dedo bajo mi barbilla me hizo levantarme hasta que nuestros labios volvieron a fundirse. Era un beso apasionado, desesperado, pero que dejaba fluir todos los sentimientos que queríamos compartir. Muy a nuestro pesar tuvimos que separarnos un segundo para respirar, jadeando, haciendo que nuestros alientos se mezclasen para luego volver a besarnos de la misma forma. No iba a poder parar aquello, no quería pararlo. Todo se volvió mucho más desenfrenado, mucho más rápido, y pronto el pantalón de Vilma y el mío se encontraban en el suelo. Separados únicamente por la ropa interior, nuestras pelvis chocaron y se movieron anticipando lo que pasaría después, pidiendo a gritos que llegase ese momento. Llevé mis manos a la parte trasera de las rodillas de Vilma, y fui subiendo por sus muslos ejerciendo una leve presión sobre ellos hasta llegar al borde de sus bragas, bajándolas con la ayuda de ella, que se movió hacia arriba para poder sacárselas. Y allí estaba, Vilma Llorente, la mujer que había entrado en mi vida como un terremoto, el amor hecho persona... desnuda entre mis brazos. Al fin. Ella hizo lo propio con mis calzoncillos, enviándolos a donde quisiera que estaba el resto de prendas, y entonces los dos nos detuvimos un segundo a mirarnos a los ojos.
    ¿Alguna vez habéis dudado de lo que puede llegar a transmitir una mirada? Porque si hubieseis cruzado con Vilma la mirada que estaba cruzando yo en aquel momento no volveríais a dudar. Mis ojos siempre habían estado pendientes de ella, cada vez que entraba a una habitación de ese barco automáticamente la rastreaban en su busca, en el comedor, en el aula, en los camarotes. La miraba, me gustaba mirarla sin que ella me viese, me gustaba imaginar en silencio que ella también me miraba cuando yo no la veía. Pero en ese instante, más cerca que nunca, con sus ojos clavándose en los míos, la intensidad de la mirada que estábamos compartiendo desbordó mi corazón. Por fin, ella entreabrió los labios para decir algo.
    ¿Tú estás seguro de que quieres que esto sea así, aquí, ahora, con...?
    No pudo seguir hablando porque la callé con un beso, queriéndola más que nunca, como si eso fuese posible. Porque ella sabía que iba a ser mi primera vez, y a mí no se me ocurría un momento ni una persona mejor para hacerlo. Poco a poco fui entrando en ella, probando, hasta que estuve por completo en su interior; éramos uno. Ella volvió a clavar las uñas en mi espalda y comencé a moverme despacio, aumentando la velocidad poco a poco, disfrutando de un encuentro que quedaría grabado a fuego en mi memoria, no lo dudaba. Las suaves sacudidas fueron convirtiéndose en embestidas más desenfrenadas, hasta que nuestros cuerpos se movieron al mismo compás. Vilma separó sus labios de los míos, susurrando un “Andrés” entrecortado mientras su interior se contraía, y sentir aquello mientras la escuchaba llamarme así por primera vez me provocó una oleada de placer inmensa.
    Nos quedamos así un momento, callados, con los ojos cerrados, intentando recuperar el aliento pero sin separarnos ni un centímetro. Salí de ella sin querer dar por acabado el momento, estremeciéndome ante la idea que bailaba en mi mente. Llevaba cuatro días soñando con esto y sintiendo un gran arrepentimiento después, pero ahora no podía estar más lejos de ese sentimiento; lo que habíamos compartido no podía estar mal. Sin abrir todavía los ojos, llevé mis manos a donde sabía que estaba su cara, y deposité un leve beso en su frente perlada por el sudor.
    Con ese roce todo se precipitó. Ella me sonrió con fuerza, sin decir nada, y se agachó para coger la ropa que estaba en el suelo. Se vistió despacio, todavía callada, y se demoró en coger mi ropa y colocarla encima de la mesa ante mi atónita mirada, y cuando hubo terminado volvió a encaramarse para acercarse a mi oído, como había hecho tantas veces aquella tarde.
    He guardado toda tu inocencia en tu bolsillo.
    Y se fue. Salió de la enfermería guiñándome un ojo y se fue, sin decir nada más, con esa sonrisa que se había convertido en la sonrisa y dejándome más atónito que antes. ¿Qué había querido decir con aquella frase?

    Continuará...



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