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  1. La chica de la sonrisa bonita

    jueves, 26 de mayo de 2011

    Para Deb. Espero que disfrute leyendo esta historia tanto como yo he disfrutado escribiéndola.


    Andrés Palomares esperaba de pie en el andén a que el metro llegase, justo en el lugar donde sabía que paraba el vagón más cercano a las escaleras. Miró el cartel luminoso que indicaba los minutos que quedaban y se alegró de ver que en un minuto estaría ya allí. Esa mañana se le habían pegado las sábanas e iba un poco tarde, aunque en el fondo no le importaba, casi siempre iba a esa hora y tenía una razón para ello. Como el cartel había predicho, el metro llegó y Andrés subió a él y se colocó de pie junto a la puerta porque no quedaban asientos libres, pero no le molestó. Le gustaba viajar en metro, observar a la gente que montaba en él e imaginarse historias sobre cómo serían sus vidas, y desde donde se encontraba podía observarlos mucho mejor. El metro se puso en movimiento y dejó la estación para internarse en ese túnel de oscuridad que recordaba a sus pasajeros que viajaban bajo las calles de Madrid.
    El chico se colocó bien las gafas y se apoyó en la barra que había junto a la puerta. Antes acostumbraba a leer en el metro pero desde hacía tiempo había dejado de hacerlo, prefería mantener su vista ocupada en otras cosas en vez de en las páginas de un libro. Tras unos minutos el metro llegó a la estación que él estaba esperando, y cuando las puertas se abrieron y empezaron a subir los nuevos pasajeros no pudo evitar estar atento a sus caras buscando lo que buscaba todas las mañanas, pero no lo encontró. Los rostros de la gente que subía al vagón le eran vagamente conocidos pero no conseguían llamar su atención. Las puertas empezaron a pitar anunciando que se cerrarían de un momento a otro, y entonces lo vio. La vio. La chica de la sonrisa bonita. Su melena rubia se agitaba mientras ella corría atravesando el andén hacia las puertas del metro lo más rápido que podía, pero éstas se empezaron a cerrar demasiado pronto. Andrés reaccionó enseguida y pulsó el botón de la puerta, consiguiendo que se volviesen a abrir y la chica pudiese entrar de un salto antes de que volviesen a cerrarse. Ella frenó en seco y se inclinó colocando las manos sobre sus muslos, jadeando levemente mientras recuperaba el aliento. Tardó unos segundos en reponerse, y entonces se puso erguida y lo miró.
    Gracias. —Una sonrisa cubrió su cara, y Andrés no pudo evitar sonreír de vuelta y asentir levemente con la cabeza a modo de respuesta.
    La chica se agarró a la barra de metal que había en el otro lado de la puerta porque era demasiado bajita para alcanzar la barra del techo sin ponerse de puntillas, él lo sabía perfectamente porque la había visto intentando hacerlo en otras ocasiones, y no lo había conseguido. Lo sabía casi todo de ella, llevaba semanas observándola todas las mañanas cuando subía al metro para ir a la universidad con su abrigo rojo y su carpeta forrada con recortes de revistas, con la nariz ligeramente colorada por el frío y esa sonrisa que lo volvía loco. Siempre sonreía, siempre, daba igual si fuera tronaba o caían chuzos de punta, si llegaba tarde, si sus ojeras denotaban que apenas había dormido... La chica siempre sonreía, y Andrés no había podido evitar fijarse en eso.
    La vio sacar una barrita de cereales de su bolso como hacía todas las mañanas; probablemente no le daba tiempo a desayunar. El metro volvió a parar en una estación, y muchos viajeros bajaron de él haciendo que el asiento que estaba al lado de Andrés quedase libre. La chica de la sonrisa bonita lo miró, y él le sonrió y señaló el asiento con la cabeza dándole a entender que se sentara, así que ella volvió a sonreírle como agradecimiento y se sentó. Él sabía lo que venía ahora, ella abriría su bolso y sacaría un libro, probablemente de Paulo Coelho, y comenzaría a leerlo con pasión en la mirada; y así lo hizo, paso por paso. Otras mañanas, sin embargo, la chica sacaba una cámara de fotos y se dedicaba a fotografiar todo lo que veía, cosas que a simple vista no tenían nada en especial pero ella parecía encontrarles el encanto. Cuando utilizaba la cámara de fotos su cara mostraba una concentración absoluta, torcía levemente la boca y se colocaba el pelo detrás de la oreja para que no le molestase. A veces Andrés se asustaba al darse cuenta de todo lo que sabía de ella, de cómo la conocía, pero le faltaba un detalle: no sabía su nombre. La letra V que lucía una de las esquinas de su carpeta le hacía pensar que su nombre empezaba por esa letra, pero no podía saber cuál era. ¿Victoria? ¿Verónica? ¿Quizá Vanesa? No había logrado descubrirlo. Todas las mañanas se bajaban en la misma parada, pero después sus caminos se dividían y la perdía de vista hasta el día siguiente, cuando volvían a encontrarse. Verla se había convertido en una rutina para él.
    Sin embargo una mañana las cosas no ocurrieron como sucedían habitualmente. El metro llegó a su estación y la chica de la sonrisa bonita subió a él como de costumbre, vestida con su abrigo rojo y con la carpeta en la mano. Su nariz estaba roja, aunque más roja de lo normal, y algo había cambiado. No sonreía. Andrés la observó atentamente durante todo el trayecto, como siempre, pero no pudo disfrutar de su sonrisa ni una sola vez. La mirada de la chica se había apagado y sus ojos vagaban por las letras salidas del puño de Coelho sin prestar demasiada atención; habían perdido esa chispa que los caracterizaba. Había algo que la atormentaba, que oprimía su corazón y que le estaba absorbiendo la energía, la vida que la había recorrido siempre. La sonrisa. Al día siguiente Andrés volvió a coger el metro a la misma hora con la esperanza de que ella hubiera recuperado la vitalidad, pero no fue así. Esta vez ella ni siquiera sacó un libro para leer del bolso, simplemente se sentó y cerró los ojos echando la cabeza para atrás. Sin sonreír ni un momento.
    Él estaba sentado enfrente de ella, pensando qué podía haberle pasado mientras sus manos jugueteaban con un papel que le habían dado a la entrada del metro, doblándolo nerviosamente. Tras unos minutos dirigió sus ojos hacia el papel, y entonces una idea cruzó por su mente. Rápidamente comenzó a doblarlo de forma consciente, con conocimiento de lo que estaba haciendo, hasta que lo que antes había sido una mera hoja de papel se había convertido en una pajarita. La dejó un momento sobre su pierna, hurgó en su mochila unos segundos hasta que encontró lo que estaba buscando, un rotulador, y le quitó la tapa. Tras ello, cogió la pajarita de papel y en letras mayúsculas escribió: “SONRÍE POR FAVOR”. No es que fuese mucho, además había quedado a la vista parte del texto que ya venía escrito en el papel, pero había sido un impulso. No podía dejar que la chica de la sonrisa bonita perdiese su mayor tesoro, y si con eso conseguía hacerla sonreír un sólo segundo habría valido la pena. El metro llegó a su parada, y ella se levantó pesadamente y se colocó delante de la puerta esperando a que se abriese. Andrés se situó justo detrás de ella, y con mucho cuidado para que no lo notase le introdujo la pajarita en el bolsillo de su abrigo rojo, deseando que, más tarde, ella la viese y sonriera.
    Los días pasaron y Andrés seguía dejándole una pajarita en el abrigo cada mañana. Utilizaba justo el momento antes de salir del metro para hacerlo, y las mañanas que el vagón iba muy lleno aprovechaba la muchedumbre y la cercanía de unos pasajeros con otros para colocar la pajarita en su bolsillo. Ella no parecía darse cuenta y seguía con esa mirada triste en sus ojos, pero Andrés había visto sobresalir un par de pajaritas de su carpeta y eso le había dado una pequeña esperanza de que cada día, al encontrarla, sonriese un momento. Por eso no había dejado de enviárselas. Las preparaba en su casa, doblando cualquier papel que encontrase disponible, y siempre con la misma frase escrita a rotulador negro para que destacase sobre el resto.
    Una mañana la chica de la sonrisa bonita entró al metro hablando por el móvil bastante alterada, y se sentó justo en el asiento que estaba junto al de Andrés. Aunque ella no hablaba muy alto la cercanía le permitía escuchar todo lo que estaba diciendo.
    ¡Que me dejes en paz! No quiero nada de ti, ¿entiendes? ¡Olvídame de una puñetera vez!
    La chica colgó justo cuando el metro comenzaba a moverse y abrió el bolso con rabia para guardar el móvil dentro. Estuvo revolviendo entre sus cosas, buscando seguramente la barrita de cereales que Andrés tan bien conocía, pero no la encontró. Cerró el bolso, se quedó quieta un momento y entonces empezó a llorar, las lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas silenciosamente y Andrés no lo pudo aguantar. Cogió su mochila, la cual tenía a sus pies, sacó del bolsillo delantero un paquete de galletas oreo y se las ofreció. Ella lo miró dubitativa, pero él insistió y finalmente cogió el paquete que le ofrecía.
    Gracias. —Cuando la palabra abandonó sus labios éstos se curvaron en una sonrisa, aunque la alegría no le llegó a los ojos. A pesar de eso Andrés no pudo evitar la suya propia; llevaba días esperando verla sonreír.
    Unas galletas siempre vienen bien para alegrarse, ¿no?
    Ella fijó su mirada en el paquete de galletas mientras lo abría.
    Creo que voy a necesitar muchas galletas para superar esto. —Sorbiendo sus lágrimas, la chica cogió dos galletas y le pasó el paquete a él con una cara que denotaba que no iba a aceptar un no por respuesta, así que él cogió las dos galletas que sobraban. Los dos estuvieron masticando en silencio unos minutos, mientras ella terminaba de secar sus lágrimas. Entonces la chica volvió a hablar.
    ¿Nunca tienes la sensación de que hay días que no deberías haberte levantado de la cama?
    Pues claro. —contestó él. —Pero siempre hay una razón por la que merece la pena haberse levantado. —Como haberte vuelto a ver sonreír, pensó. Pero eso no iba a decírselo.
    Te puedo asegurar que hoy no. El día ha empezado fatal y no creo que pasarlo entero en la universidad lo mejore.
    Andrés se recostó más en su asiento cavilando. No eran más que dos extraños, dos desconocidos, aunque él se sentía como si la conociese desde siempre, y no podía hacer nada para influir en su vida de una forma determinante. No podía, ¿no? Sacudió levemente la cabeza. Quizá no podía mejorar su vida, pero sí era capaz de intentar que se olvidase de todo durante un día, que sólo se acordara de sonreír de forma sincera. Una sonrisa cruzó su rostro a la vez que tomaba una decisión y el metro entraba en una nueva estación dejando el túnel de oscuridad por el que viajaban. Andrés cogió su mochila y se la colgó del hombro mientras se levantaba, y entonces se puso frente a la chica de la sonrisa bonita y le tendió la mano. Ella lo miró con un interrogante en sus ojos.
    ¿Confías en mí? —le dijo él. La duda y el temor de su mirada desaparecieron y ella le agarró fuertemente la mano mientras las puertas del metro se abrían. Se levantó, y los dos salieron corriendo justo cuando las puertas se cerraban, todavía cogidos de la mano.
    Subieron las escaleras que conducían a la superficie despacio, sin prisas, como si tuviesen todo el tiempo del mundo. Y en silencio. Ni una sola pregunta por parte de ella, ni una sola explicación por parte de él. Cuando salieron a la calle el sol brillaba con fuerza en el cielo y el sonido de los coches llenaba el ambiente, Andrés se dio la vuelta y miró el letrero de la boca del metro; ni siquiera se había fijado en qué estación se habían bajado. Entonces los dos miraron al mismo tiempo sus manos entrelazadas, y se soltaron levemente avergonzados. No se habían dado cuenta de que seguían cogidos de la mano.
    Bueno... —La chica lo volvió a mirar a los ojos. —¿Y ahora qué?
    Andrés pestañeó unos segundos.
    Pues la verdad es que no lo sé. Ni siquiera sabía dónde nos habíamos bajado.
    Los dos permanecieron en silencio unos segundos y entonces rompieron a reír a carcajadas. La risa de ella esta vez sí que llegó a sus ojos y eso sólo hizo que Andrés sonriese con más fuerza. Vencer su timidez, hablar con ella y arrastrarla fuera del vagón de metro en un impulso había valido la pena sólo por verla reír de esa forma. Cuando por fin dejaron de reír Andrés volvió a hablar.
    Bueno, vamos a dar una vuelta, ¿no?
    Ella asintió con fuerza y los dos comenzaron a caminar por la acera uno junto al otro. Se perdieron por calles desconocidas de Madrid, vagando entre sueños por delante de los escaparates de las tiendas. Las aceras eran transitadas por gente que iba a trabajar, hombres y mujeres que habían salido temprano de casa para ir a comprar o que llevaban a sus hijos al colegio, mientras ellos paseaban sin rumbo fijo simplemente disfrutando de esa espléndida mañana. Las pocas nubes que había en el cielo no parecían una amenaza a simple vista para ese soleado día que tenían por delante. Los dos llegaron a la puerta de una librería que estaba medio escondida entre una cafetería y una tienda de zapatos, y tras mirarse en silencio y sonreír abrieron la puerta y entraron. Era una librería pequeñita, con dos pasillos repletos de estanterías a rebosar de libros de todos los colores y tamaños y las paredes de color café decoradas con carteles que anunciaban tertulias literarias del pasado.
    La chica se adentró en uno de los pasillos ojeando los libros mientras pasaba el dedo por sus lomos, y finalmente cogió un par de ellos y se sentó en el suelo para verlos, dejando su carpeta y su bolso junto a ella. Andrés la observó atentamente, pero ella estaba tan concentrada que no se dio cuenta. El chico fue entonces al otro pasillo y recorrió las estanterías con la mirada hasta que sus ojos se posaron en algo que reconoció inmediatamente. Cogió dos libros y volvió donde estaba sentada ella.
    ¿Cuál me recomiendas?
    Ella levantó la mirada y la sorpresa cubrió su rostro por un momento. Andrés sabía que era porque estaba sujetando, precisamente, dos libros de Paulo Coelho. Ella se quedó pensativa un segundo y después habló con convicción.
    Para ti, El alquimista. Tienes pinta de que te va a gustar.
    Tras un gesto de agradecimiento él fue a dejar el otro libro en su sitio y volvió al pasillo donde estaba ella, sentándose a su lado con la espalda apoyada en la estantería. Andrés tenía sus ojos posados en las páginas del libro pero podía ver de refilón la cara de ella y controlar todos sus gestos sin que se notase, y las miradas de reojo que la chica le dirigía de vez en cuando no habían pasado desapercibidas para él. Era una situación muy extraña. Llevaba semanas observando a una chica en el metro, llevaba días dejándole pajaritas de forma furtiva en el bolsillo del abrigo y ahora los dos estaban sentados en el suelo de una librería escondida en un rincón de Madrid. En ese momento se dio cuenta de algo más extraño aún: todavía no sabía su nombre, y sin embargo, eso no le importaba lo más mínimo. Para él seguía siendo la chica de la sonrisa bonita. Tras un rato ensimismados cada uno en la historia que leían la voz de ella rompió el silencio que los rodeaba.
    Creo que deberíamos irnos. El dependiente no nos está poniendo muy buena cara, piensa que somos unos aprovechados.
    Andrés miró al dependiente y vio que ella tenía razón, así que se levantó de un salto y le tendió la mano a ella para ayudarla, quien la tomó con gusto mientras se incorporaba.
    Pues yo éste me lo llevo, que me ha convencido. —dijo la chica.
    Y yo me llevo éste. Buena recomendación. —Tras decir esto le guiñó un ojo, y ella soltó una pequeña risa ante el gesto.
    Los dos se dirigieron al mostrador que había junto a la puerta y dejaron los libros que habían escogido sobre él. Ella comenzó a abrir su bolso, pero Andrés fue más rápido, sacó su cartera del bolsillo trasero el pantalón y cogiendo un billete se lo tendió al dependiente.
    Cobre los dos de aquí.
    La rubia lo miró con el ceño fruncido.
    No pienso dejar que me pagues el libro.
    Te he sacado a rastras de un vagón de metro sin ningún tipo de explicación y sin conocerte de nada. Si he hecho eso, creo que puedo pagarte un libro.
    Ella sonrió ante la explicación y pareció quedar conforme porque no puso ninguna pega más. Andrés cogió la bolsa con los libros y las vueltas de lo que había pagado y los dos volvieron salir a la calle bañada por el sol de Madrid. Siguieron caminando sin rumbo, simplemente disfrutando del día y de la gente que andaba a su alrededor con apariencia de tener más prisa que ellos. Apenas hablaban; era como si no les hiciese falta. La chica de la sonrisa bonita se frenó entonces, y él paró a su lado.
    ¿Qué pasa?
    Este sitio me suena. Hay una heladería al final de la calle, ¿te apetece? —Andrés asintió con la cabeza. —¡Pues el último que llegue paga!
    Lo empujó levemente dándole un toquecito en el hombro y salió corriendo calle abajo, sin darle tiempo para reaccionar.
    ¡Eh! ¡Eso no vale!
    Andrés salió corriendo detrás de ella escuchando cómo la chica se reía unos metros más adelante. El final de la calle no estaba lejos y él era bastante rápido corriendo por lo que no tardó en alcanzarla justo antes de que llegase a la heladería, la agarró por la cintura y la levantó en el aire sin esforzarse apenas, y ella terminó riendo a carcajadas en sus brazos.
    ¿A dónde creías que ibas, eh? —Andrés entró en la heladería con ella todavía en brazos y la sentó en uno de los taburetes que había en la barra. —Ha sido un empate, hemos entrado los dos a la vez.
    Paguemos a medias, pues.
    Los dos pidieron una tarrina de helado de chocolate y se lo comieron mientras bromeaban, pringándose más de lo normal con el chocolate. La chica de la sonrisa bonita se manchó la nariz y él le estaba quitando el chocolate con el dedo cuando de repente le sonó el móvil. Ella miró la pantalla y automáticamente la sonrisa desapareció de su cara; colgó la llamada y volvió a guardar el teléfono en el bolso, pero la sonrisa que la había acompañado durante toda la mañana no volvió a asomarse a sus labios. Estuvo unos minutos en silencio, dando vueltas al helado con la cucharilla sin fijar la mirada en nada concreto. Andrés no pudo soportarlo más, así que volvió a hablar.
    Se supone que el chocolate alegra las miradas.
    Ella lo miró un momento y sonrió tímidamente, pero volvió a girar su cabeza y fijó la vista en la cucharilla con la que seguía dando vueltas al helado.
    ¿Por qué la gente se empeña en decepcionarte? —Andrés no dijo nada, pero se colocó en el taburete mostrando sus intenciones de seguir escuchando. —Llevo días sospechando que mi novio, bueno, ahora exnovio, me engaña con otra. Ayer lo confirmé, sólo que descubrí algo más: me engaña con mi mejor amiga. Y se piensa que con una disculpa le voy a perdonar, que los voy a perdonar. Van listos.
    Él lo comprendió todo. Llevaba días observando su semblante triste, sin un ápice de alegría, sin una sonrisa, y ahora entendía por qué. Su mente no podía encontrar la razón por la que un chico que podía disfrutar de ella, que tenía el privilegio de estar con ella, podía tratarla así y engañarla con otra. No entendía cómo podía atreverse a borrar esa sonrisa. Volvió a mirarla y notó que las lágrimas amenazaban con salir de sus ojos en cualquier momento, así que sin dudarlo se acercó más a ella y la abrazó. La chica se aferró a él como si fuese lo único que quedaba en el mundo y lloró amargamente sobre su pecho, descargando todo lo que había pasado esos días y toda la pena que inundaba su corazón. No eran más que dos desconocidos, dos extraños que ni siquiera conocían el nombre del otro, pero allí estaban, uno junto al otro, como si se conociesen desde siempre. Tras unos minutos así ella se separó de él secándose las lágrimas y se colocó erguida en su asiento.
    Lo siento. No te conozco de nada y estoy aquí atosigándote con mis problemas.
    Hay veces que lo que necesitas es contarle lo que te pase a alguien que precisamente no conoces, no te preocupes.
    Ella sonrió, con una sonrisa de verdad que llegó a iluminarle levemente la mirada.
    Hace días que no disfrutaba tanto como hoy. Gracias, de verdad.
    Andrés hizo un gesto de que no tenía importancia antes de contestar.
    Pues todavía queda mucho día por delante y no lo vamos a pasar aquí metidos. Venga, vamos a dar una vuelta.
    Los dos acabaron su helado rápidamente y volvieron a salir a la calle para seguir disfrutando de la mañana. Las pocas nubes que había antes en el cielo habían ido avanzando poco a poco pero no habían llegado a cubrir el sol del todo por lo que todavía podrían disfrutar de esos rayos de luz. Andrés miraba a la chica de vez en cuando, cavilando qué estaría pasando por su cabeza en esos momentos. A pesar del momento de debilidad que había tenido antes, ahora se mostraba decidida e irradiaba esa fuerza que solía tener normalmente. El chico no podría arrepentirse ni un momento de haber seguido un impulso tonto y haberla sacado de ese vagón de tren, no cuando veía esa sonrisa asomar a sus labios. Estuvieron andando más de una hora, hablando de todo y nada a la vez. Hablaron de sus aficiones, de su vida, de su familia. Hablaron de las cosas más importantes y más triviales a la vez, y lo hicieron de forma sincera y sin encontrar ningún tipo de barrera entre ellos. Hablaron como si llevasen tiempo necesitando encontrar a alguien y comportarse de la forma en la que se estaban comportando.
    Al final acabaron en un parque, apoyados en la barandilla que rodeaba un lago que había en el centro. Corría un poco el aire y sus cabellos se agitaban golpeando su frente pero sin llegar a ser molestos, las nubes habían conseguido terminar de tapar el sol pero la temperatura no había bajado tanto como para que no siguiese siendo agradable. Se quedaron un momento en silencio, simplemente mirando el horizonte.
    Espera un momento, no te muevas. —La chica abrió su bolso y sacó de él su cámara de fotos, esa que la acompañaba siempre, y empezó a hacerle fotografías a Andrés desde todos los ángulos. Él se mantuvo quieto, con la mirada fija en la otra orilla del lago, dejando que ella lo retratase como quisiese. Podía ver de refilón cómo ella volvía a torcer los labios y se colocaba el pelo detrás de la oreja, igual que la había visto hacer en el metro tantas veces cuando utilizaba su cámara de fotos. Después de unos minutos sonrió satisfecha y volvió a guardar la cámara en el bolso.
    ¿No piensas enseñármelas? Que yo soy el modelo.
    Éstas me las guardo para mí. Ya veré si te las enseño algún día...
    Andrés rió con fuerza; esa última frase mostraba sus intenciones de seguir viéndolo después de esa mañana que habían compartido. La chica volvió a colocarse junto a él apoyando sus brazos en la barandilla, donde había estado hasta hace unos minutos, y entonces el agua del lago, que estaba en calma, reveló las pequeñas gotas que empezaban a caer del cielo.
    Espera, tengo un paraguas en la mochila. —Andrés abrió la cremallera de su mochila y sacó de ella un paraguas de color amarillo, pero al hacerlo algo cayó al suelo y la chica de la sonrisa bonita se agachó para recogerlo. Era un papel. Una pajarita de papel, la que tenía preparada para depositar en su bolsillo esa mañana. Ella se quedó mirándola un momento y luego levantó la mirada hacia sus ojos.
    Llevo encontrándome estas pajaritas en el bolsillo del abrigo desde el día que empecé a sospechar que mi novio me engañaba, y siempre conseguían sacarme la única sonrisa del día. Eras tú... ¿Por qué?
    Él miró un momento hacia otro lado, no pensaba que iba a ser descubierto y ahora ella lo sabía todo. Seguro que pensaría que estaba mal de la cabeza, que la acosaba o algo así... Como no sabía cómo contestar a su pregunta lo hizo de la forma más simple que encontró, con la simple verdad que lo acompañaba desde el primer día que la había visto en el metro.
    Porque me gusta cuando sonríes. Eso es todo.
    El tiempo pareció detenerse durante un segundo. El paraguas, la pajarita, la mochila, todo cayó al suelo que comenzaba a mojarse con la fina lluvia que desprendían las nubes cuando ella se lanzó a sus brazos. Sus labios se unieron en un beso, al principio lento, que pronto se tornó en algo más desesperado, como si se estuviesen comiendo el uno al otro. Ella tuvo que ponerse de puntillas para poder alcanzarlo a él, y al final el chico terminó alzándola en el aire a la vez que la lluvia se convertía en un chaparrón repentino que empezaba a calarles hasta los huesos. Ella sonrió contra los labios de él con fuerza, e incluso así, sin verla, él sabía que era la sonrisa más maravillosa del mundo. Cuando sus pulmones se agitaron pidiendo un poco de aire los dos se separaron y el chico volvió a depositarla en el suelo.
    Por cierto, me llamo Vilma. —Una rápida imagen de la V que decoraba su carpeta pasó por la mente de él. Vilma. Nunca se le habría ocurrido, pero le gustaba.
    Yo soy Andrés, encantado de conocerte.
    Rompieron a reír a carcajadas antes de volver a unir sus labios, sin importarles que posiblemente al día siguiente los dos tuviesen una pulmonía del demonio o que la gente que quedaba en el parque los estuviese mirando con curiosidad. Sólo les importaba el hecho de que estaban besándose el uno al otro y de que eso podía significar el principio de algo que ambos llevaban buscando mucho, mucho tiempo.

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